El lenguaje, herramienta indispensable para el ser humano, está estrechamente ligado a los conceptos de identidad y autodeterminación. Es un verdadero artefacto cultural, resultado de factores contingentes que varían mucho en el espacio geográfico. Pero, ¿cómo se entrelazan estos tres aspectos?

La lengua representa ciertamente nuestro principal canal de comunicación, pero en realidad es mucho más que eso. A través de las palabras damos forma a nuestros pensamientos, y de hecho puede decirse que cuantas más palabras conozcamos, mejor podremos dar voz a nuestras emociones. Este concepto lo expresa muy bien Orwell en su famosa novela distópica 1984. Para mantener a la población, sometida a la estricta vigilancia del “Gran Hermano”, bajo su control, el Estado promulga una reforma lingüística progresiva que prevé una lenta reducción del vocabulario: se pierden así los matices de significado y se retrocede en la capacidad de procesar y comprender las emociones complejas, hasta el punto de no recordar siquiera su existencia.

Por tanto, el lenguaje no es una herramienta que podamos dominar sin más, sino algo que da forma a nuestra manera de pensar. Por lo tanto, creer que es un artefacto neutral y objetivo es bastante ingenuo. Las palabras reflejan facetas de la realidad que nos rodea y evocan sentimientos, tanto positivos como negativos. Muy a menudo, palabras muy despectivas entran en el uso común, un ejemplo destacado es la palabra n, un epíteto racista que tiene sus raíces en la época del colonialismo y la esclavización de la población africana. Desde el momento en que una palabra pasa a formar parte del vocabulario cotidiano, resulta difícil percibir su verdadera connotación, se da un poco por sentada, sin preguntarse siquiera por qué ese concepto concreto se ha codificado de una determinada manera. Cuando se habla de olas migratorias, por ejemplo, no se piensa en que una “ola” suele tener una fuerza destructiva que no deja nada atrás.

Precisamente en torno a este aspecto gira la conferencia “Die Macht der Sprache” (El poder del lenguaje). El acto fue organizado por la fundación Familienplanungszentrum BALANCE (FPZ), una organización con sede en Berlín que ofrece asistencia médica en varios idiomas y presta apoyo a las mujeres inmigrantes y sus familias. En particular, se centraron en la relación entre el lenguaje, la identidad y el procesamiento del trauma. Cuando una comunidad es marginada y reprimida, se forma una herida que a la larga se consolida como un trauma colectivo que se transmite de generación en generación. Al mismo tiempo, la clase dominante tiene el poder de fomentar un determinado estereotipo, imponiendo una narrativa que no se corresponde con la realidad y que priva a esa misma “minoría” de su derecho a autodefinirse a través del lenguaje.

Como señala la invitada al debate, la psicoterapeuta Amdrita Jakupi, la propia etiqueta de “minoría” conlleva un juicio negativo a priori, ya que presupone una condición de subordinación en relación con la población mayoritaria. El concepto del poder de la lengua se tematiza a partir de la historia de la Rom*nja, una comunidad muy presente en territorio alemán y a la que ella misma pertenece. En su charla, analiza cómo el término despectivo “gitano”, asignado desde arriba, alimentó el estigma contra este grupo étnico, forzándolo de hecho a una categoría en la que sus miembros no encajaban. Durante mucho tiempo se creyó que gitano y romaní eran sinónimos, y se necesitaron años para que el apelativo ofensivo diera paso al más apropiado de “romaní”, nombre con el que la comunidad hace valer su derecho a la autoafirmación. Sólo cuando uno encuentra su voz y recupera la posesión de la palabra es posible procesar el trauma que lacera nuestra identidad.

Quizás, el poder del lenguaje reside precisamente en esto. Si bien podemos hablar de violencia lingüística -cuando el habla se impone desde arriba, lo que conduce a la represión y la discriminación-, también es una poderosa herramienta de autodeterminación con la que se puede salir de una condición de opresión y marginación. Al suturar las heridas del alma, aprendemos a nombrar el trauma y a vivir con las cicatrices.